He leído con atención la reciente declaratoria de emergencia en diez distritos de Moquegua por la contaminación hídrica: Coalaque, Chojata, La Capilla, Matalaque, Omate y Quinistaquillas (pertenecientes a la provincia General Sánchez Cerro) y Carumas, Cuchumbaya, San Cristóbal y Torata (pertenecientes a la provincia de Mariscal Nieto). La medida, publicada en El Peruano y respaldada por informes técnicos de INDECI, ANA, DIRESA y CENEPRED, debería ser un llamado de atención nacional. Sin embargo, yo no puedo evitar sentir que este decreto es más un gesto administrativo que una solución efectiva a un problema que la población arrastra desde hace años.
La norma fija un plazo de 60 días. Y aquí surge mi primera pregunta: ¿acaso dos meses bastan para enfrentar un riesgo que no es circunstancial, sino crónico? Los ríos de Moquegua, en especial el Tambo-Arequipa, llevan años bajo sospecha y denuncias por contaminación. Hablar de “muy alto riesgo” no es descubrir nada nuevo, es apenas reconocer lo que los agricultores y ganaderos de la zona saben en carne propia: que el agua que debería alimentar la vida hoy amenaza con enfermarla.
El decreto supremo, además, señala que todo se financiará con los presupuestos ya existentes de gobiernos locales y regionales. Y aquí me permito una reflexión directa: ¿qué municipio en la región moqueguana tiene recursos suficientes para enfrentar una crisis ambiental de este calibre? La respuesta es sencilla: ninguno. Lo que debería ser un respaldo concreto del Gobierno central termina convirtiéndose en una especie de “arréglenselas como puedan”. ¿No es eso una ironía cruel para comunidades campesinas que dependen casi exclusivamente del agua para su agricultura y ganadería?
Por supuesto, la medida también involucra a varios ministerios: Salud, Educación, Agricultura, Vivienda, Ambiente, entre otros. En el papel, esto suena bien. Pero la experiencia me enseña que cuando todos son responsables, al final nadie lo es. ¿Quién asumirá la coordinación real? ¿Quién se hará cargo de que las acciones no se diluyan en diagnósticos, informes y reuniones interminables? Yo temo que, como tantas veces en nuestro país, la burocracia acabe asfixiando la urgencia.
Y es que aquí no estamos hablando de un simple problema de gestión pública. Lo que está en juego es el derecho básico al agua limpia. Si no se enfrentan las causas estructurales —pasivos ambientales, minería sin control, falta de fiscalización— cualquier declaratoria será apenas un paliativo. Un parche temporal para un problema que, como un río contaminado, seguirá su curso hasta volverse irreversible.
Finalmente, yo no quiero creer que este decreto sea solo otra “emergencia de papel”. Pero la falta de financiamiento real, la limitada capacidad de los municipios y la ausencia de un plan sostenido me hacen pensar lo contrario. ¿Cuántas veces más deberá Moquegua ser declarada en emergencia antes de que se le ofrezca una solución de verdad? Quizás la pregunta más dura sea esta: ¿vale menos el derecho al agua que la rentabilidad de quienes la contaminan?
Foto: Andina
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