Hoy, al recordar un año de uno de los episodios más oscuros de nuestra historia republicana, no puedo evitar reflexionar sobre la persistente negación y las explicaciones extravagantes que han tejido algunos para disfrazar el intento de golpe de Estado protagonizado por el expresidente Pedro Castillo. Es necesario desentrañar las coartadas complicadas que buscan exonerar a quien, en su desesperación por eludir la justicia, decidió patear el tablero de la democracia.
Desde aquel anuncio de disolver temporalmente el Congreso y declarar en reorganización el sistema de justicia, las voces de complicidad se han multiplicado. Un sector insiste en presentar este episodio como un "gesto simbólico", mientras otros sugieren que el exgobernante fue "drogado" para pronunciar un discurso preparado por oscuros asesores. Sin embargo, la verdad, aunque incómoda para algunos, es innegable: Castillo, acorralado por investigaciones de corrupción, apostó por un golpe desesperado que, afortunadamente, fue maquinado.
Desde entonces, una pandilla de cómplices se aferra a narrativas engañosas, desde la teoría de la intoxicación hasta la acusación absurda de que el Congreso dio un golpe. Estos intentos de distorsionar la realidad solo demuestran la falta de autocrítica y la voracidad por mantener un relato conveniente. Resulta preocupante que algunas encuestas reflejen la aceptación de estas versiones maquilladas por una porción significativa de la población.
La estrategia de Castillo, lejos de ser un éxito, fue un rotundo fracaso. Su intento desesperado por eludir la justicia no solo reveló su falta de astucia política, sino que también expuso su autoritarismo latente. La democracia, a pesar de los embates, prevaleció, y la destitución del exmandatario por una mayoría parlamentaria marcó un claro límite a la usurpación del orden constitucional.
Ahora, enfrentando problemas legales, algunos cómplices pretenden desacreditar los cargos contra Castillo, sugiriendo que las dificultades de la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, invalidan las acusaciones. Sin embargo, tratar de eximir al expresidente por los problemas ajenos es un burdo manotazo. Las responsabilidades de cada implicado deben ser examinadas individualmente, sin justificar acciones ilegales por inconvenientes circunstanciales.
Es decisivo que la ciudadanía no olvide a quienes tejieron coartadas para exonerar al exjefe del Estado de las consecuencias de su rapto dictatorial. Estos moduladores de la verdad son igualmente autoritarios, disfrazando sus intenciones detrás de una fachada democrática en tiempos electorales. Conviene recordar sus rostros y nombres, porque llegará la hora en que podamos exigirles cuentas por sus acciones.
Precisamente, hoy se cumple un año de este oscuro episodio, debemos aferrarnos a la verdad como el principio rector de nuestra democracia. La negación, las coartadas complicadas y los intentos de distorsionar la realidad solo perpetúan la sombra de un pasado autoritario. Mantengamos viva la memoria democrática y rechacemos cualquier intento de revivir la amenaza a nuestro orden constitucional. La verdad debe ser la guía inquebrantable que nos conduzca hacia un futuro donde la justicia y la democracia prevalezcan.
Foto: Trome
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