Hay momentos en los que pienso que ya lo he visto todo en la política. Sin embargo, cada vez que creo haber llegado al límite de mi tolerancia, una nueva historia emerge para recordarme que la indignación en este país parece tener vida renovable. El reciente reportaje de Cuarto Poder, que muestra a la congresista Lucinda Vásquez Vela utilizando a su personal pagado por el Estado para tareas domésticas y personales —incluyendo hacerse cortar las uñas y limarse los juanetes en su despacho—, no solo es grotesco. Es un retrato crudo de la pequeña monarquía que algunos creen haber comprado con el voto ciudadano.
Sí, en pleno horario laboral y dentro de una oficina parlamentaria, un asesor —pagado con dinero público— le hace un pedicure a una congresista. Otros cocinan, preparan desayunos y atienden necesidades domésticas en su casa. Y la respuesta de la protagonista no solo fue evasiva, sino casi burlesca: “No obligo a nadie… Yo me las corto”. ¿En serio? ¿Esa es la calidad de respuestas que aceptamos de quienes supuestamente legislan por nosotros?
Yo me pregunto: ¿en qué momento algunos congresistas confundieron el Congreso con un salón de belleza y el cargo público con un privilegio feudal? Porque aquí no estamos hablando de simple abuso laboral; estamos frente a una degradación absoluta del servicio público. El Congreso no es un castillo. Los asesores no son sirvientes. Y nosotros, los ciudadanos, no somos vasallos.
La congresista Vásquez ya tenía antecedentes. Denuncias previas por tráfico de influencias, contratación de familiares en su despacho, decisiones cuestionables. Pero lo de ahora es distinto. Es simbólico. Es casi pedagógico: un ejemplo perfecto de cómo el poder puede corroerse desde lo más trivial hasta lo más peligroso. Porque cuando uno empieza usando el Estado para cortar uñas, termina creyendo que puede usarlo para cualquier cosa.
Y aquí viene la parte que más incomoda: ¿de verdad nos sorprende? ¿O ya estamos anestesiados? ¿Cuántos casos más necesitamos para comprender que la cultura política de nuestro país está pudriéndose desde hace mucho? Recuerdo que hace años un congresista justificó que su madre usara el carro oficial para hacer compras porque “ella también era pueblo”. Hoy vemos pedicure en Palacio Legislativo. ¿Qué sigue mañana? ¿Masajes? ¿Cumpleaños familiares en la Sala Grau?
Se supone que quienes ocupan una curul deben legislar, fiscalizar y representar al ciudadano. No cumplir caprichos domésticos, no convertir asesores en empleadas de hogar, no humillar a las instituciones con frivolidades. Lo que vimos no es solo indignante; es una falta de respeto nacional.
Pero también es un espejo. Porque mientras siga existiendo un sector que normaliza, defiende o justifica estas conductas —y mientras la indignación dure apenas hasta el siguiente titular viral—, nada cambiará. Y yo me pregunto: ¿cuántas veces más vamos a permitir que el poder se convierta en un circo personal?
En otras palabras, no podemos seguir tolerando este nivel de irrespeto. La política no está para satisfacer caprichos, sino para servir al país. Y cuando quienes elegimos olvidan ese principio, somos nosotros quienes debemos recordárselo —con indignación, con memoria y con voto informado. Porque si no ponemos límites, el abuso no se detiene: se multiplica.
Foto: ET
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