Siempre he creído que los actos más despreciables de corrupción son aquellos que afectan directamente a los más vulnerables. Lo que ocurrió en el Gobierno Regional de Moquegua (gestión de Jaime Rodríguez Villanueva) es un ejemplo atroz de cómo la avaricia y la falta de ética pueden tener consecuencias devastadoras en comunidades que dependen de la ayuda estatal para sobrevivir. Como periodista, he visto muchas historias de corrupción, pero pocas han resonado en mí con la misma fuerza que la reciente sentencia a dos exfuncionarios por la simulación y omisión en la entrega de frazadas destinadas a la población de la zona altoandina.
La noticia es clara y devastadora: Víctor Raúl Minaya Málaga y Romel Pastor Hurtado Eyzaguirre, encargados de almacenes en el Gobierno Regional de Moquegua, fueron sentenciados a 9 y 8 años de prisión, respectivamente, por colusión agravada. Estos individuos, en lugar de cumplir con su deber de proteger los recursos del Estado, decidieron conspirar para beneficiarse a costa de aquellos que más lo necesitaban. ¿El resultado? Diez mil frazadas que debían haber llegado a la población vulnerable durante las bajas temperaturas, simplemente no lo hicieron en el momento crítico.
Es un hecho conocido que las temperaturas en las zonas altoandinas de Moquegua pueden llegar a niveles mortales durante el invierno. En estas condiciones, una frazada no es solo una pieza de tela, es una línea de vida. Es una promesa del Estado de que aquellos que viven en las áreas más remotas y pobres de nuestro país no serán abandonados a su suerte. Pero cuando esa promesa es traicionada, las consecuencias pueden ser letales.
Lo más indignante de este caso es que no se trata de un error aislado o de una falla en el sistema. Es un caso claro de colusión, en el que los funcionarios involucrados aprovecharon su posición de poder para coordinar con un proveedor y simular la entrega de bienes que nunca llegaron al almacén central del Gobierno Regional de Moquegua. La simulación fue tan descarada que se emitió una conformidad de recepción el 29 de diciembre de 2016, cuando en realidad no había ni una sola frazada en el almacén.
Y no solo eso, las frazadas que eventualmente se entregaron entre enero y febrero de 2017 no cumplían con las especificaciones técnicas requeridas. Es decir, no solo se retrasó la ayuda, sino que la calidad de la misma fue inferior a lo que se había contratado. Todo esto, por supuesto, mientras se realizaban transferencias bancarias por un total de 399 mil soles al proveedor, BUSATEX. Es un caso donde cada paso del proceso estuvo plagado de irregularidades, y donde la única constante fue el desprecio por las vidas de los afectados.
Este caso nos obliga a reflexionar sobre la ética y la integridad en el servicio público. Cuando hablamos de corrupción, a menudo nos centramos en los grandes desfalcos o en los escándalos que involucran millones de dólares. Pero la corrupción también existe en estos actos "menores", que no solo son un delito contra el Estado, sino un crimen contra la humanidad. Porque, cuando se trata de recursos destinados a los más pobres, no hay "pequeña" corrupción. Cada sol que se desvía, cada frazada que no llega, representa un daño real y tangible para aquellos que ya sufren.
Uno se pregunta: ¿en qué momento estos funcionarios decidieron que su beneficio personal era más importante que la vida de los demás? ¿Qué les llevó a creer que podrían salirse con la suya, mientras miles de personas enfrentaban el frío sin la protección adecuada? Es un recordatorio brutal de que la corrupción no es solo un problema de sistemas o de falta de controles, sino un problema de valores. Un problema de personas que, en algún momento, decidieron abandonar su humanidad.
Aquí es donde el papel del Estado es decisivo. No podemos permitir que estos casos queden impunes. No basta con condenar a los autores directos de estos crímenes; es necesario revisar y fortalecer los mecanismos de control para evitar que algo así vuelva a ocurrir. El Estado tiene la responsabilidad de asegurar que los recursos lleguen a quienes más los necesitan, y eso solo es posible si existe una supervisión efectiva y una cultura de transparencia.
Además, la impunidad es el mayor enemigo de la justicia. Si los culpables de estos actos irregulares no enfrentan las consecuencias completas de sus acciones, se envía un mensaje claro a otros potenciales delincuentes: "Puedes hacer lo mismo y salirte con la tuya". Es ineludible que la Sala Penal de Apelaciones confirme la sentencia y que estos individuos cumplan su condena, no solo por justicia, sino como un ejemplo de que la corrupción no será tolerada en nuestro país.
Hay quienes argumentan que la corrupción es un mal necesario, una parte inevitable del funcionamiento del Estado. Yo me niego a aceptar esa visión cínica del mundo. La corrupción es un cáncer que devora las instituciones desde dentro y que, en última instancia, destruye la confianza pública. No es algo con lo que debemos aprender a convivir, es algo que debemos erradicar. Y para hacerlo, es fundamental que todos, desde los funcionarios más altos hasta el ciudadano común, asuman su responsabilidad en la lucha contra este mal.
En este sentido, los medios de comunicación juegan un papel determinante. Debemos seguir denunciando estos casos, informando al público y ejerciendo presión sobre las autoridades para que tomen las acciones necesarias. La corrupción prospera en la oscuridad, y es nuestro deber como periodistas arrojar luz sobre estos actos para que no queden impunes.
En última instancia, la corrupción es un crimen contra la humanidad, especialmente cuando afecta a los más vulnerables. Los actos de colusión y simulación en Moquegua no son solo una violación de la ley, son una traición a la confianza pública y un ataque directo a aquellos que dependen del Estado para su supervivencia. No podemos permitir que este tipo de comportamientos se normalicen o se acepten como parte del funcionamiento de nuestro país.
La lucha contra la corrupción no es solo una batalla legal, es una batalla moral. Debemos exigir que aquellos en posiciones de poder actúen con integridad y responsabilidad. Y cuando no lo hacen, debemos asegurarnos de que enfrenten las consecuencias completas de sus acciones. Porque, al final del día, la corrupción no solo congela el progreso de un país, sino que literalmente congela las vidas de aquellos que más necesitan ayuda.
Es hora de que como sociedad exijamos un cambio, un compromiso real con la ética y la justicia. Porque solo así podremos construir un país donde la ayuda llegue a quien realmente lo necesita, y donde los crímenes de corrupción no queden impunes. El frío de los andes no debería ser más letal por la indiferencia y la avaricia de unos pocos. Es nuestro deber asegurarnos de que nunca más repita.
Foto: MP
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