José Suarez Danós (*)
El 28 de Julio pasado el presidente Ollanta Humala finalizó su
primer año de gobierno.
Los actos de su gestión más el informe de rigor que rindió a la
nación peruana facilitan ya el ensayo de un análisis objetivo de su gestión.
Comenzaremos
señalando que precisamente su informe lo muestra como un presidente ajeno al
mandato encargado por la nación —“la gran transformación”— y orientado a
objetivos diferentes.
Ello es ratificado por los hechos de su gobierno, en el cual
la población que votó mayoritariamente por su elección fue la menos favorecida,
si no fue agraviada.
Han sido características de su primer año de gobierno, la
conflictividad social, la inestabilidad política, el uso arbitrario de la
fuerza policial-militar contra pueblos del Perú y la insatisfacción casi
general de la población.
En contraparte el fin de este lapso encuentra a un Ollanta Humala
extrañamente convencido que “su labor” estaría siendo positiva. Quizá suponga
que culminar un año de gobierno en “piloto automático” y sin modificar nada,
sea un logro.
Pero ¿qué originó que Humala haya acusado problemas de
gobernabilidad desde el comienzo de su gestión cuando aglutinaba en su favor el
apoyo de casi los dos tercios de la población?
La razón sin duda alguna sólo fue una: el fraude al mandato
soberano encargado.
En
nuestro parecer ello tiene que ver con causas estrictamente personales —rasgos
de personalidad del mandatario— y no propiamente con coyunturas de origen
político.
La falta de coherencia y ambigüedad que comenzó a denotar al
iniciar su gestión, le han pasado temprana factura política toda vez que
incidieron particularmente en las expectativas y aspiraciones del mandante
soberano. Lo explicamos.
En el 2011 la elección presidencial de Humala presuponía el
ordenado tránsito democrático para cumplir con la aspiración nacional por “la
gran transformación”.
Ella considera una impostergable y urgente recuperación de la
soberanía nacional, el cambio del sistema neoliberal imperante en el país y
restablecer el Estado de Bienestar.
Empero ni bien empezada su gestión, se mostró cual gobernante
aquejado por el “síndrome de Estocolmo” tras haber sido objeto de un secuestro
a manos de ese mismo “sistema”, o un autosecuestro como algunos analistas
sugieren.
El giro doctrinario y programático de 180 grados que dio a inicios
de su gobierno para sujetarse al neoliberalismo transnacional, fue en nuestro
criterio el silencioso y principal detonante del conflicto social. Craso error
político, pues cambió pueblo por elites.
La derecha peruana con la que se alió Humala intentó atribuir a la
población de Cajamarca ser la causa de la inestabilidad gubernamental (caso
“Conga”, en el norte del Perú), alentando se le reprimiera con la fuerza
pública. Ese conflicto junto con otros similares, fue sólo la onda explosiva
visible del hartazgo de dos décadas de los pueblos del Perú con el “sistema”,
que ya llegó a su límite. A ello se sumaba, la alianza del mandatario con el
neoliberalismo.
Pero como bien lo habrá meditado Ollanta Humala, ese problema
político-social fue gestado por él con sus devaneos políticos y el fraude al
mandante.
El presidente sabe que en los ancestrales códigos sociales incas
de la población peruana, la traición es un problema de difícil resolución y es
asumido colectivamente.
Más aún si ella proviene de un soldado que se debe a la patria y
que apeló por votos a la imagen del ex presidente Juan Velasco Alvarado,
ejemplo de nacionalismo para el Perú.
Para esos pueblos agrícolas con recursos auríferos codiciados por
el neoliberalismo transnacional por sobre la vida, hoy el gobierno peruano sólo
representa un adversario más como en su tiempo lo fue el virreinato español.
Por esta razón se ha visto obligado a conformar un tercer gabinete
ministerial en menos de un año, al que ha llamado “el gabinete del diálogo”.
No obstante desde el momento que ese “diálogo” proviene de un
gobierno aliado con el neoliberalismo, para esos pueblos suena a
“extremaunción” previa a “la solución final”.
Si intentamos prever cual será la tendencia del gobierno de Humala
bastará solamente hojear el informe de su gestión, para percatarse que sólo
sigue el plan patrón del “Consenso de Washington” del siglo pasado, para el
neocolonialismo de Latinoamérica.
Un indicador de ello es la notoria ausencia de un plan
político-estratégico propio, concordante con los cambios acontecidos en la
realidad nacional, en el ámbito regional suramericano y en la situación mundial.
Lo más preocupante de la gestión de Humala es que hasta la fecha
no se haya referido en lo económico a la crisis terminal del sistema neoliberal
ni sobre previsiones macro-económicas de su gobierno para cuando se produzca la
debacle final del mismo.
Para efectos prácticos su gobierno aparece como un “calco del
gobierno de Alberto Fujimori” con aplicación de retoques
“cosmético-mediático-sociales” imprescindibles para borrarle su antihigiénica
imagen característica.
Como uno de esos maquillajes aparece el lema “desarrollo con
inclusión social y sin sobresaltos” de su gobierno, que no es sino una juntura
de falacias y contradicciones diseñadas por la tecnocracia neoliberal en su
usual lenguaje dicotómico.
Esto se infiere por la ausencia de propuestas estructurales para
transformaciones del Estado que concilien crecimiento económico con
redistribución de la riqueza y desarrollo social, que de hecho implicarían un
cambio del “sistema”.
Es por esa razón que los programas emprendidos contra la exclusión
social más parecen encaminados a alcanzar fines populistas y atribuirle “faz
humanitaria” al “neoliberalismo salvaje” del Perú, que a cumplir a cabalidad
con su cometido.
A esos “paños tibios” el mandatario viene llamando “la gran
transformación”, cuando la verdadera propuesta es totalmente diferente.
Presumimos que esa demagogia sea parte del “calco Alberto
Fujimori”. Pero la pregunta es ¿cuánto tiempo más podrá
tolerar la población ese esquema?

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