La minería ha sido siempre un motor económico clave para nuestro país, pero también uno de los sectores más controversiales. Ahora, con el proyecto San Gabriel de la Compañía de Minas Buenaventura en su fase final antes de iniciar operaciones, no puedo evitar cuestionar el verdadero impacto de esta mina subterránea en el distrito de Ichuña, Provincia General Sánchez Cerro -Moquegua. ¿Será un ejemplo de desarrollo sostenible o solo otra historia más de promesas que no terminan de cumplirse?
Los números son impresionantes: una producción anual de hasta 160.000 onzas de oro, una vida útil proyectada de 15 años y mejoras en infraestructura para la zona. ¿Pero qué significa todo esto para las comunidades locales? La historia nos ha demostrado que, si bien la minería genera empleo y crecimiento económico, también puede dejar tras de sí una estela de impactos negativos, como el deterioro ambiental, la pérdida de recursos hídricos y conflictos sociales. Por ello, me resulta difícil aplaudir ciegamente este proyecto sin considerar estos riesgos.
Durante la presentación de los avances, Roque Benavides, presidente del directorio de Buenaventura, destacó las inversiones en carreteras, infraestructuras públicas, viviendas y conectividad. Estas acciones parecen prometedoras, pero me pregunto si serán suficientes para garantizar el bienestar de las familias de Ichuña y comunidades aledañas, más allá del tiempo que dure la mina. ¿Qué sucederá cuando las vetas se agoten? En demasiadas ocasiones, hemos visto comunidades que quedan abandonadas una vez que los recursos se agotan, enfrentando problemas económicos y ambientales.
El uso del puerto de Matarani para el transporte del mineral parece una solución eficiente en términos logísticos, pero también refleja una realidad: la producción de San Gabriel está pensada para beneficiar principalmente a los mercados internacionales. Esto deja la sensación de que, una vez más, las comunidades campesinas de nuestro país son solo un medio para extraer riqueza, mientras los beneficios mayores van a otras latitudes.
Por otro lado, hay que reconocer que la minería bien gestionada tiene el potencial de ser un agente de cambio positivo. El reto está en cómo se ejecuta el proyecto. ¿Habrá transparencia en las operaciones? ¿Se escucharán y atenderán las demandas de las comunidades? ¿Se respetará el medio ambiente? ¿ Seguirán con sus talleres informativos y publicidad en los medios de comunicación local? Si estas preguntas no se abordan adecuadamente, San Gabriel podría terminar siendo otro ejemplo de cómo el Perú sigue sacrificando su riqueza natural a corto plazo sin pensar en el futuro.
Yo quiero creer en un modelo de minería responsable, uno que integre el desarrollo económico con la sostenibilidad y el respeto por las comunidades campesinas. Sin embargo, para que esto ocurra, el Estado debe desempeñar un rol activo, fiscalizando las operaciones y garantizando que los compromisos sociales y ambientales no queden en palabras.
Finalmente, San Gabriel representa una oportunidad, pero también un desafío. Si se gestiona correctamente, podría marcar un antes y un después en la minería peruana. De lo contrario, será una nueva deuda con el futuro de nuestro país. El oro puede ser una bendición, pero solo si aprendemos a extraerlo sin hipotecar el bienestar de nuestra gente y nuestro medio ambiente.
Foto: Andina
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