En días recientes, recibí con asombro —y también con una indignación— el anuncio del congresista Samuel Coayla respecto a la creación de la Universidad Juan Vélez de Córdoba en Ilo. A primera vista, podría sonar como un logro histórico para la región, una promesa de progreso y oportunidades para los jóvenes moqueguanos. Pero cuando uno se detiene a analizar con calma los detalles, surge una pregunta inevitable: ¿de qué sirve inaugurar una universidad sin aulas, sin presupuesto y sin un plan realista de sostenibilidad?
Lo que debería ser una celebración académica parece más bien un acto de improvisación política. Y no es la primera vez que sucede en nuestro país. El Congreso, en un acto que ya muchos califican de populista, aprobó la creación de 20 universidades en todo el país, incluso después de que el Ejecutivo observara la ley por falta de viabilidad. ¿Qué mensaje se envía con esto? Que la educación se maneja como un botín electoral, un recurso para el aplauso fácil, aunque después los estudiantes se enfrenten a instituciones vacías, sin calidad ni respaldo.
La Universidad Nacional de Moquegua (UNAM), que todavía está en proceso de consolidarse, podría ser la principal víctima de esta decisión. Hoy recibe recursos del canon minero que le permiten mejorar su infraestructura y ampliar su oferta académica. Pero con la llegada de la nueva universidad, ese presupuesto corre el riesgo de dividirse, debilitando a una institución que ya existe, que ya lucha por alcanzar estándares de calidad y que representa un esfuerzo colectivo de años. ¿No sería más lógico reforzar lo que tenemos en lugar de dispersar lo poco que hay?
El exministro Óscar Becerra lo dijo sin rodeos: crear universidades sin presupuesto ni infraestructura es inviable. No se trata de un capricho administrativo, sino de una verdad incómoda: levantar una universidad requiere millones de dólares en inversión, además de un cuerpo docente sólido, equipamiento tecnológico y una estructura organizacional compleja. Nada de eso aparece en la agenda de los promotores de estas iniciativas.
Y aquí es donde nace la suspicacia: ¿realmente quieren educar o simplemente asegurarse cargos bien remunerados en comisiones organizadoras? Porque si lo segundo es cierto —como se sugiere— estaríamos ante un nuevo capítulo del uso descarado del dinero público para fines personales.
Yo me pregunto, como ciudadano y como observador: ¿qué pasará con esos jóvenes que, esperanzados, se inscriban en una universidad fantasma? ¿Acaso se les dirá después que el presupuesto nunca llegó, que los planes quedaron en papel y que deben buscar alternativas en otras regiones? Esa irresponsabilidad política tiene un costo humano enorme, aunque muchos prefieran no hablar del tema.
Finalmente, en un país donde la educación superior aún enfrenta enormes brechas, la creación de universidades sin sustento es un sinsentido. Lo urgente no es multiplicar nombres en un papel, sino fortalecer lo que ya existe, invertir en calidad, infraestructura y profesores. La verdadera reforma educativa no nace de la demagogia, sino del compromiso con el futuro de nuestros jóvenes. Si seguimos confundiendo anuncios con políticas, corremos el riesgo de construir castillos en el aire mientras derrumbamos las bases de lo poco que ya tenemos.
Foto: facebook
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