A veces me pregunto si, en mi hermoso país, hemos normalizado tanto la crisis que ya dejamos de indignarnos. El jueves pasado, mientras escuchaba la lectura del fallo que reduce la gravedad del golpe de Estado del 7 de diciembre de 2022, sentí una mezcla de vergüenza e impotencia. Me cuestioné: ¿de verdad estamos escuchando que un intento explícito de quebrar la Constitución no es rebelión solo porque “no funcionó”? ¿Acaso la democracia solo vale cuando está a punto de caer y no cuando alguien se atreve a atacarla?
Yo no necesito ser constitucionalista ni jurista para comprender lo evidente: Castillo sí dio un golpe de Estado, aunque su plan se derrumbara al instante. Lo dijo en vivo y en directo, ante todo el país. Ordenó cerrar el Congreso, intervenir el Poder Judicial, instaurar un régimen de excepción y usar a las Fuerzas Armadas como herramienta de persecución política. La intención fue nítida y la orden fue emitida. ¿Qué más quieren? ¿Que los tanques entren a la Plaza Bolívar para recién considerarlo delito?
Si yo intento robar un banco y me atrapan en la puerta, ¿dejo de ser asaltante porque no llegué a la bóveda? Es absurdo. Pero así, con esa lógica torcida, tres vocales supremos han decidido reinterpretar nuestra realidad. Una justicia que juega a la interpretación no es justicia, es encubrimiento.
Me preocupa y mucho, el peligroso mensaje que se envía al país: cualquiera puede romper el orden constitucional, y si fracasa, tendrá una condena suave y hasta beneficios penitenciarios. ¿Eso queremos que entiendan los futuros caudillos y aspirantes a dictadura?
En mi opinión, estamos frente a una justicia contaminada por intereses ideológicos y presiones políticas. Ya ni siquiera disimulan: se banaliza un crimen que pudo costarnos la democracia, restándole gravedad y convirtiéndolo en un simple trámite más del juego político. Esta actitud no solo distorsiona la verdad, sino que también debilita la confianza ciudadana en las instituciones, que deberían ser garantes de imparcialidad y defensa del orden democrático.
Yo me pregunto: ¿qué habría pasado si las Fuerzas Armadas hubieran obedecido? Probablemente hoy estaríamos hablando de otra historia, una mucho más oscura, semejante a la dictadura de Cuba o Venezuela. ¿Acaso el destino del país debe depender de la reacción oportuna de unos cuantos militares y policías? La respuesta es no. La justicia debe ser firme y actuar incluso cuando el golpe fracasa. Un intento de quebrar el orden democrático no puede quedar impune, porque la libertad de una nación jamás debería quedar a merced del azar.
Lo que más me indigna no es la torpeza del expresidente Castillo —esa ya la conocíamos— sino la indiferencia de quienes deben proteger la Constitución. Los nombres de estos jueces quedarán deshonrados en la historia. Al tomar una decisión que resta importancia a un atentado a la democracia, han dado licencia para que el cuento vuelva a repetirse.
Porque hoy fue Castillo, pero mañana, ¿quién será? ¿Otro gobernante impresentable que se crea iluminado por la “voluntad del pueblo”? ¿Otro personaje que use el discurso de la desigualdad como escudo para el autoritarismo? El populismo está al acecho y debilitar las sanciones solo le abre la puerta.
Finalmente, creo, con total convicción, que en nuestro país no puede permitirse el lujo de trivializar un golpe de Estado, por torpe que haya sido su ejecutor. Lo que está en juego es la estabilidad futura: el mensaje que se envía a quienes mañana podrían intentar hacer lo mismo, pero con más astucia. La democracia no se defiende a medias; o se protege con firmeza, o se le entrega al azar. Hoy nos toca elegir qué memoria queremos tener: ¿La que justifica a los golpistas porque fallaron… o la que condena la intención antes de que el daño sea irreparable?
Foto: Andina
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