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Por:
Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Había
una vez un lugar en una parte estratégica de América Latina, conocido como
“Perulandia”, al que el genial escritor indigenista José María Arguedas —que
amerita mi personal admiración— evocó con estás palabras: “Ese Perú hermoso,
cruel y dulce, y tan lleno de significado y de promesa ilimitada”. Un escenario
que motivó el intenso interés de estudiosos como Augusto Weberbauer, Clements
Markham, Ernst W. Middendorf y Antonio Raimondi.
“Perulandia” es un complejo y maravilloso
exponente natural, étnico, histórico y social, aunque sus aldeanos únicamente
sientan circunstancial orgullo por sus raíces en la víspera de la efeméride
patria, en el día del pisco o el pollo a la brasa o cuando, en pocas ocasiones,
ganan un partido de futbol. Hablando de este afamado entretenimiento: si desea
escuchar su himno con súbito amor hágalo en un encuentro deportivo con Chile.
Allí sale a flote la volátil intensidad del alma nacional.
A
sus conciudadanos poco les concierne la existencia de innumerables razones para
sentir una genuina devoción por su país, como albergar en sus tierras la mayor
población de vicuñas y alpacas —los camélidos con las fibras más finas y
cotizadas del mundo—; tener 30 variedades de olluco; 3,000 de papa; 32 de maíz;
25 de quinua; obtener un algodón Tanguis, considerado el más selecto del
hemisferio.
Tampoco
despierta interés que su geografía exhiba características excepcionales en el
planeta: los cañones del Colca y Cotahuasi están reconocidos como los más
profundos; poseer 1,769 glaciares; 12,000 lagunas de diferentes tamaños; el
nevado Alpamayo, ubicado en el Parque Nacional Huascarán, fue designado el más
bello en la Encuesta Mundial de Belleza Escénica (Alemania, 1966); el río Amazonas,
el más caudaloso y fascinante; y el lago navegable más alto: el Titicaca.
En
este reino, saludar, decir “por favor” y “gracias”, llegar puntual, ser
discreto y reservado, asumir un sentimiento de identificación y solidaridad con
el entorno, respetar los derechos de los semejantes, portarse con corrección y
buena educación, es visto como propio de extraterrestres. Aunque se resista a
creerlo es un inimaginable edén colmado de singularidades.
Hablar
de la existencia del vecino, mirar los defectos del prójimo, evadir elogiar los
triunfos ajenos, buscar siempre el “pero” para justificar la inacción, quejarse
de los políticos y hasta de las variaciones de temperatura, constituyen el
mosaico del reino. Hacerse el ciego, sordo y mudo es un requisito para coincidir
con el identikit de “Perulandia”. Por cierto, el clima de su capital refleja el
cambiante, caprichoso, inestable, pusilánime y tambaleante estado anímico de
sus súbditos. Me recuerda las aseveraciones del célebre médico y naturalista
Hipólito Unánue y Paz Soldán en su obra “Observaciones sobre el clima de Lima y
sus influencias en los seres organizados, en especial el hombre”.
Respetar
la luz roja o la fila en una ventanilla, evitar arrojar papeles, dejar de hacer
pis o escupir en la calle, ceder el paso a un transeúnte, rehuir tocar la
bocina con desesperación, cruzar la pista por la esquina, cumplir con las
obligaciones cívicas y entender que “donde terminan nuestros derechos, empiezan
los ajenos”, se perciben como comportamientos inusuales. “La viveza peruana” es
su lema oficial y está escrito con tinta indeleble en el alma de sus moradores.
Es un reino definido por la falta de sapiencia
para levantar su voz de protesta e integrado por hombres y mujeres que
subsisten de espaldas a la realidad que cuestionan y eluden enfrentar. Cada uno
permanece en su “zona de confort” sin importarle los sucesos del costado. Se
requiere sublevar las conciencias anestesiadas y apáticas y, además,
superar la invalidez moral y espiritual que los aturde.
Es
la tierra del ceviche, el pisco sour, el tacu tacu, los anticuchos, el arroz
con leche, la jarana criolla y otros íconos consumistas. En las solemnidades
patrias sus colectividades lucen escarapelas en sus pechos, banderines en sus
autos y banderas desteñidas en los techos de sus casas, puestas por obligación
para sortear la multa municipal, y están atosigados de avisos publicitarios
incitando efímeros afectos nacionalistas. Ni siquiera saben las estrofas
completas de su himno. El eslogan “un saludo a la bandera”, define el escaso
significado de esta insignia.
En
“Perulandia” se enseña a los alumnos en los colegios acerca de batallas,
combates, jornadas épicas, biografías de héroes y mártires de la gesta de la
Independencia Nacional y de la Guerra del Pacífico. Pero, se esquiva indagar
sus causas, entretelones, traiciones, conspiraciones políticas internas y todos
aquellos elementos que facilite -a los futuros electores del reino- poseer una
visión juiciosa, pensante y reflexiva de su historia.
En
estos días sus coterráneos aguardan con ansias el desfile que encarna la
supuesta y muy rebatible proeza, valentía y entrega de sus Fuerzas Armadas. Al
respecto, comparto lo señalado por Carlos Galdós en su reciente artículo
“Manual para sobrevivir en Fiestas Patrias”: “…Si vas a la parada militar en la
avenida Brasil, desde ya sugiero que reserves con tiempo tu ubicación. Hay
varias opciones: Azotea Platinium, Balcón VIP del edificio, Silla Platea
Numerada en medio de la calle previamente lotizada por la vecina, o Stand Up,
también separado por el sobrinito que puso su colchón y durmió esa noche en la
calle para ‘guardar sitio’. En los cuatro casos no se aceptan tarjetas, el pago
es en efectivo. Ahora, si usted quiere sentirse seguro y resguardado puede
alquilarle el asiento de la camioneta al Serenazgo o a la Policía. Ellos sí
aceptan tarjetas, sólo que el pago se tendrá que hacer en algún grifo cercano
‘tanqueando’ la unidad móvil”.
“Perulandia”
es popular por su pasividad para aceptar y convalidar lo acontecido a su
alrededor, sin intentar hacer algo para revertir una situación anómala. Sus
paisanos están parados en el “balcón” de su existencia mirando, diagnosticando
y arrogándose el cómodo papel de criticones. Sin embargo, se resisten a tomar
un rol proactivo e impulsar el cambio que demandan. El reino camina mientras el
peruano duerme. Propongo edificar un símbolo expresivo de su estilo de sentir,
pensar y actuar: un
monumento a la mazamorra.
Estar
orgulloso de habitar en “Perulandia” es respetar al semejante y ostentar
valores ciudadanos. La aparente fidelidad hacia el reino no consiste en
empapelar de rojo y blanco la ciudad, promover desfiles escolares que alteran
el tráfico vehicular, realizar millonarios corsos por las calles miraflorinas,
incrementar el comercio ambulatorio de emblemas e instalar ferias
gastronómicas, acompañadas de música y danza, en las plazas públicas. El fervor
debe reflejarse en la integridad y coherencia de sus habitantes.
Grandes
augurios a los que persisten en forjar nuevas ilusiones, alegrías y
realizaciones, no obstante las consignas imperantes en un medio indolente,
obsecuente y rastrero que transita lacerante ante el aplauso unánime y la
embriagues de la nación. ¡Viva el reino de Perulandia!
(*) Docente,
consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta
social. 
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