Yo no puedo quedarme callado ante lo que estamos presenciando en Colombia a través de la prensa seria. No se trata solo de un escándalo político. Se trata, sobre todo, de una prueba de fuego para el periodismo en América Latina. ¿Qué hacemos cuando el poder intenta cambiar de tema? ¿Qué ocurre cuando el gobernante apunta el dedo hacia afuera para no responder por lo que ocurre adentro?
El presidente Gustavo Petro ha levantado una polvareda diplomática al sugerir que Perú ha invadido territorio colombiano, específicamente la isla Chinería en la Amazonía. Ha apelado al nacionalismo, a la memoria de un conflicto fronterizo superado gracias al Protocolo de Río de Janeiro. Sin embargo, para quienes conocemos cómo se construye un discurso de evasión, esto suena más a una cortina de humo que a una legítima denuncia geopolítica.
Y no lo digo solo desde la sospecha. Lo afirmo con la evidencia que ha salido a la luz gracias al coraje de Vicky Dávila, una periodista y candidata presidencial que ha demostrado que todavía hay profesionales dispuestos a incomodar al poder. No se trata de chismes ni de ataques personales. Se trata de una investigación profunda, con evidencia técnica registrada en la Fiscalía, que señala un patrón de comportamiento inadecuado por parte del presidente Petro desde su campaña: mujeres, licor, drogas, fiestas y corrupción.
¿Y ahora qué hacemos? ¿Ignoramos los chats revelados por Dávila, que describen escenas escandalosas de Petro con prostitutas en hoteles, supuestamente escoltados por miembros de la fuerza pública que no solo sabían, sino que facilitaban la situación? ¿Callamos porque es más cómodo seguir repitiendo que es un montaje de la oposición? ¿O asumimos nuestra responsabilidad como ciudadanos y periodistas y exigimos una respuesta real?
Es cierto que a lo largo de la historia los poderosos han utilizado el ruido externo como estrategia. Lo hizo Nixon en plena investigación del caso Watergate. Lo hizo Fujimori cuando los vladivideos lo arrinconaban. Y lo hacen ahora gobiernos que, cuando sienten que se tambalean, apuntan al extranjero como enemigos. Lo preocupante es que aún haya quienes caigan en ese juego y olviden lo esencial: los escándalos internos no se tapan con discursos grandilocuentes.
Como periodista y como ciudadano, no puedo más que admirar la valentía de Vicky Dávila. No por ser candidata presidencial, sino por hacer lo que muchos han dejado de hacer: preguntar, investigar, y publicar la verdad sin temor. Porque lo que está en juego aquí no es solo la reputación de un hombre, sino la salud de toda una democracia. Un país que calla frente a un líder corrupto está condenado a normalizar el abuso.
¿Acaso no es deber del periodismo ser la voz que incomoda cuando el poder se vuelve opaco? ¿No merecen los colombianos saber quién los gobierna realmente, más allá de los discursos bonitos y las promesas sociales? ¿Qué pasa con la ética pública cuando el líder del país no logra ser ejemplo ni siquiera en su vida privada?
Hoy más que nunca debemos volver a lo básico: el periodismo no está para quedar bien con nadie. Está para servir al pueblo y para desnudar la verdad, incluso cuando duele. No se trata de morbo, sino de justicia. No se trata de destruir, sino de exigir transparencia.
En otras palabras, la denuncia de Vicky Dávila no debe quedar en la anécdota ni en la pelea electoral. Es un llamado de atención para todos los periodistas y ciudadanos activos de la región. No estamos aquí para ser bufones del poder ni cómplices del silencio. Estamos para recordar que el acceso a la verdad es un derecho fundamental del ciudadano. Porque si el presidente de una nación utiliza a su propio país como escudo para esconder sus vergüenzas, entonces la voz de la prensa libre se vuelve más necesaria que nunca.
Foto: Andina
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