Fujimori, más allá de la irracionalidad

Por Madeleine Osterling ||

Solo mentes enfermas son capaces de odiar ciegamente al hombre que pacificó al país, al que puso fin al horror homicida de SL. Mentes consumidas por el rencor que critican y juzgan con ensañamiento, a aquellos que valoran todo lo que aportó su gobierno, a pesar de sus muchísimos errores. Al final, son tan solo un puñado de pseudolíderes de opinión, con una extendida y manipulada tribuna y, con un difundido eco internacional, esa poderosa red caviar que tanto daño nos ha hecho, los que lograron satanizar a Fujimori y seguir destruyéndolo, incluso después de su silencio perpetuo.

Mi padre, como presidente del Senado, fue uno de los símbolos de la democracia ese nefasto, pero quizás necesario 5 de abril. A pesar de su arresto y de no haber vuelto a tentar el escenario político, lo perdonó; no se permitió envenenarse, supo cerrar esa página a tiempo. Fue partidario de que solo se le diera prisión domiciliaria e incluso el indulto y lo declaró públicamente en las que fueron sus dos últimas entrevistas en la televisión. La reconciliación con ese capítulo doloroso de su vida fue absoluta, realmente un ejemplo. Por ello, cuando ciertos cobardes escondidos tras el anonimato de las redes sociales me increpan que mi postulación a la alcaldía de San Isidro por FP fue una traición a la memoria de mi padre, solo pienso que poco lo conocían. No solo tenía una excelente opinión de Keiko sino que me animó a incursionar en política y a servir a mi país, advirtiéndome sin embargo, que no esperara gratitud. Lo había vivido en carne propia, cuando amigos y conocidos, que repentinamente se volvieron fujimoristas, le dieron la espalda o incluso cruzaban la acera intentando pasar desapercibidos para no saludarlo. Sin embargo, el tiempo puso a cada cosa en su lugar.

A fines de los ochenta, el Perú daba lástima. Fueron 10 años de democracia en los que el país no levantó cabeza luego de la dictadura militar. Dos pésimos gobiernos la sumieron en una gravísima crisis económica y social. Fujimori recibió un país en ruinas y se atrevió a tomar decisiones durísimas. Agradezco su pragmatismo y valentía. Tuvo buenos asesores y supo escuchar –por lo menos en su primer gobierno– y optó por una terapia de choque, medidas extremas que aumentaron los precios exponencialmente. Durísimo pero la gradualidad no habría funcionado. Temían un Caracazo como el que asoló Venezuela en febrero de 1989 pero increíblemente el pueblo peruano le puso fe. Entre el terrorismo y la pobreza, estábamos en el peor círculo del infierno. Fujimori era una luz de esperanza para millones que no tenían nada que perder, muchos de ellos leales hasta el final.

La privatización de las empresas estatales fue la columna vertebral para lograr los objetivos del programa económico, permitió la recuperación gradual del capital privado y la productividad. Ningún otro se hubiera atrevido a transferir al sector privado 160 empresas y activos estatales, entre los que afortunadamente se priorizaron los servicios públicos de energía y telecomunicaciones. Debió privatizarse Sedapal y aún estamos a tiempo, la gestión privada es la única forma de superar las serias deficiencias de infraestructura y servicio, pero el tema está absolutamente politizado y ningún gobierno ha tenido las agallas para hacerlo.

Solo tengo palabras de agradecimiento para Fujimori; no necesito quererlo para reconocer que cambió el Perú. Su muerte nos deja la gran tarea de la reconciliación y un importante primer paso sería sincerar los relatos e impedir que la juventud, que no lo conoció, siga siendo engañada y se sume en un odio gratuito en el que todos perdemos.
Columnista Diario Expreso
Foto: Andina 

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